Vie. Nov 1st, 2024

Con la larga tradición de ataques ciclónicos que nos causan profundos daños, todavía no hemos aprendido las lecciones elementales sobre cómo minimizarlos.

De nada vale darle prioridad a otros asuntos nacionales si, en el caso preciso de una política para catástrofes naturales, los fenómenos terminan imponiéndose frente a nuestros errores y descuidos.

En pleno siglo 21 siguen construyéndose “viviendas chatarras” en las márgenes de los ríos o sobre promontorios frágiles que, ante cualquier inundación o quiebre, generan una calamidad humana.

Aquí ni siquiera se respetan las normas antisísmicas o de construcciones y edificaciones, lo que representa un factor latente de inseguridad, inadmisible en un país de veloz desarrollo urbano.

La mejor muestra de que las calamidades humanas apenas se remedian parcialmente es que todavía tenemos damnificados de ciclones de hace más de 30 años.

Y que pese a los enormes riesgos de construir y vivir en las márgenes de los ríos, la herencia de esos descuidos es una montaña de cadáveres y un empobrecimiento y contaminación de esas fuentes de agua vitales.

Alrededor de estas cadenas de caseríos, sin sistemas de drenajes ni adecuados accesos, se incuban cada año enfermedades o muertes por brotes epidémicos de dengue o malaria.

Pese a estas repetibles escenas de destrucción, es la hora en que todavía no contamos con un levantamiento de las viviendas vulnerables en esos lugares.

Y aunque en el caso de las edificaciones, escolares o de salud, hay muchas ya identificadas con vulnerabilidades a los sismos o huracanes, poco se ha hecho para reforzarlas.