Ellos aprendieron el valor de la unidad, conocieron que el país no es solo Santo Domingo y fortelecieron sus lecturas y amor por el buen cine.
Luis Beiro
luis.beiro@listindiario.com
Me enorgullece el sentimiento de amistad. Lo pract ico. Y donde llego, lo primero que intento es creer en los demás hasta que sienta un golpetazo a mis espaldas por la mano que estrech[o la mía. No es asunto geeneracional. Soy de los que piensa en la importancia de sonreír. Todavía salgo a la calle y me encuentro con mis colegas de la nueva generación: Me saludan y saben el valor de estrechar la mano.
A esa juventud nunca la abandoné a su suerte como algunos funcionarios acostumbrados a subir escarelas de mármol en busca de la gloria efímera. Lo que no aplaudí fue la mirada al sol por encima de su hombro.
Comprendí la importancia de unir generaciones distintas. En definitiva viajamos en la misma barcaza.
Nunca tuve sangre narcisista. Con amistad pude comprenderlos mejor, compartir sus sueños y conocer a sus familias. En mis visitas al entorno, supe distinguir la cotidianidad. De esa forma conocí muchas historias. Era muy fuerte para la juventud estudiar, trabajar, viajar en el metro o voladoras en busca del saber, con problemas aplazados, y concentrarse en la búsqueda de un posible porvenir. Dentro del Listín, nunca compartía con ellos a la hora de la comida. Pero eso no me inhibió a mirar de reojo sus luncheras y descubrír que en todos sus hogares no siempre preparaban la “bandera dominicana” por completo. Ese horario era de ellos para contarse experiencias y problemas solo a ellos compatibles.
Me entregé a atenderlos con amor. Algunos buscaban en mí al familiar que añoraban o a un profesor sonriente, alejado de la arrogancia y la soberbia que soportaban dentro del aula. Mi sonrisa iba acompañada con sorpresas e intenté narrarles mi experiencia personal y la del colectivo laboral al se integraron para crearles un mundo profesional cercano a sus intereses.
Les enseñé a no temer al rumor. El periodismo por naturaleza nos convierte en sabuesos de la vida ajena y a nuestras espaldas suceden habladurías que nadie tiene el coraje de restregarnos en cara. Siempre nos hallárán defectos. Pero el comentario de pasillo es hijo de los trabajadores de la prensa. Vivimos de él. Y a veces la gran verdad aparece disfrazada.
Les preparé encuentros colectivos. Reuniones fuera de horario laboral, ya bien en el hábitat de algún pasante, en restaurantes asiáticos o en sitios culturales de interés en busca de la unión. Al final, los integrantes de cada promoción salían preparados para recibir el aire por ellos mismos. Aprendieron a protegerse, a dejar correr sus iniciativas y no pensar en la propiedad de un Dios cogido por las barbas.
Mi propósito fue tocar la humanidad de cada quien con mirada paternal. El periodismo no es ente de milagros, sino un vehículo capaz de vencer distancias, ya bien bajo la lluvia, el sol o la tormenta.
Nunca les hablé de política, y algunos me miran hoy como a un loco que trató de llevarlos por un camino que no conduce a la fortuna material: algunos pueden venderse al mejor postor o caer vencidos ante salarios atractivos por ejercer sus funciones en el sector público. Pero esas veleidades son ajenas al saber, más bien pertenencen a otro tipo de reinado.
Intenté la formación profesional a través del cine. Buscaba obras clásicas donde los comunicadores emergieran como héroes o villanos. “El ciudano Kane”, “Tinta Roja”, “La dolce vita”, “Gal”, La dictadura perfecta”, “Todos los hombres del presidente”, “Spotlight”, “La vida de David Gale”, “Crónicas”, “Capote”, “Good Night And Good Lock”, “El monstruo en Primera Plana”, “El honor perdido de Katherine Brauwn” “The Hole”, “The Front Page” y muchas otras.
También procuré donativos editoriales para mantener en ellos el hábito de lectura. Libro que llegaba a mis manos, era del grupo más que mío.
Lo poco que podía brindar era suficiente para que esa juventud viera el otro lado de la noticia y comprendiera que el periodista no tiene tiempo para cobijarse bajo sombras en días de calor.
Los pasantes del Listín han valido la pena. Algunos han volado a mayor distancia más que otros, pero al menos, han hecho suyo el concepto de que la prensa no es juego de muchachos.
En una crónica no caben las canas que hoy me adornan, pero con ellas he logrado que sobre mi escritorio reposen fotos y diplomas no expedidos por gobienos ni organismos oficiales, sino por dieciete generaciones de jóvenes periodistas a quienes dediqué algunos de los mejores momentos de mi vida.