Sáb. Abr 20th, 2024

Luis Beiro

Santo Domingo, RD

Con Rafael Ávila logré lo que nadie pudo: que escribiera la historia de su vida. Por algunos años apareció en pequeñas columnas, todas bajo el título de “Memorias de un escucha”. Se publicaron en el extinto vespertino La Nación y al final armé un libro con ellas. Intenté publicarlo, pero las cláusulas de su contrato con los Dodgers de Los Ángeles le impedían usar su nombre por sí mismo, sino a través de esa organización de béisbol.

Todavía conservo el libro y espero el encuentro con su familia para retomar o no el tema.

A su lado viví algunos momentos inolvidables. Me confió su última decisión: ser incinerado y que sus cenizas se rociaran en el play número 1 del Campo Las Palmas. Pensé aquella última voluntad como una confesión exclusiva pero después, salían de la boca de otros amigos.

No sé el destino que su familia ha proyectado para sus restos mortales, pero estoy convencido de que conocían su deseo de quedar sembrado en una grama de béisbol, labrada con sus propias manos, y levantada en esta tierra que tanto amó.

Rafael Ávila vino a la República Dominicana con marcas en el rostro, pero lleno de amor por los demás. Fue otro de los cientos de cubanos que merecieron mejor suerte y que también fallecieron lejos de la tierra que lo io nacer.

No era, un “relacionista público” como su hermano Augusto, pero demostró su decisión de dar su vida por la profesión que amaba. En su caso, fue don Cuqui Córdoba quien sacó la cara por el país y lo propuso con inmortal del deporte dominicano.

Desde la Academia de los Dodgers no solo firmó excelentes peloteros: Apadrinó escuelas en barrios marginales, donó instrumentos de béisbol a cuantas ligas infantiles existían, gestionó empleos dignos no solo a los jugadores veteranos sin fortunas, sino también a familias humildes.

Su cubanía nunca la ocultó. Escuchaba a Celia Cruz, a Benny Moré y Rolando La Serie, también a Johnny Ventura y Wilfrido Vargas, así como juegos de la pelota cubana. Fue amigo de Camilo Pascual, Pedro Ramos, Tony González, Panchón Herrera y muchos otros que antes de partir al exilio hicieron nombre durante los primeros años de la Revolución. Durante su juventud, fue Relacionista Público de la Cervecería de El Cotorro, en las afueras de La Habana, hasta que fue intervenida por el gobierno. Marchó al exilió con su esposa y ejerció múltiples oficios en los Estados Unidos hasta que fue reclutado por la organización de los Dodgers de Los Ángeles.

No solo fui su protegido por espacio de cuatro años inolvidables, sino que asumió la enfermedad de mi madre en La Habana como si fuera su hermana.

Cada vez que alguien viajaba a la patria donde nacimos le entregaba a mis espaldas una alta suma de dinero para aquel entonces con el encargo de ponerlo en mano de mi madre y así paliar su maltrecha economía. Cuando pude traerla al país, él la visitó en su hogar, postrada en un camastro, ciega, invalidad y sin un pulmón. Ella besó su mano como gesto de gratitud.

-Su hijo me ayudó mucho. Yo le estoy muy agradecido” -le dijo, y antes de marcharse me informó que le avisara de cualquier necesidad para él solventarla. No lo hice por respeto a su figura.

El permiso de entrada de mi familia a la República Dominicana no lo firmó un alto funcionario de Palacio debido al amplio resplandor de mis cabellos, sino por el medallón de oro macizo de 24 kilates con la imagen de la Patrona de Cuba que Ávila le entregó, frente a mi asombro, a aquel hombre acostumbrado a las joyas, pero no a una reliquia como esa.

Lo conocí en el estadio Quisqueya, sentado en un palco, sin nadie a su alrededor, debajo del llamado “Séptimo cielo”. Presenciaba un enfrentamiento entre Trigres del Licey y Leones del Escogido. Me senté a su lado. El súper escucha arengaba en voz baja al bateador de turno, Félix José, cuarto bate de los azulados, quien en definitiva falló con una rolata al cuadro.

Fuera del béisbol, nos vimos en Miami. Corría 2002 y fui invitado a presentar un libro en un teatro de la famosa calle 8. Rafael Ávila, sentado en primera fila, soportó mi discurso y al finalizar me invitó a cenar en un restaurant cercano.

Nos vimos por última vez en 2017 en el Campo Las Palmas. Me incluyó entre los invitados especiales a la inauguración de los remoledados espacios de la Academia de los Dogers que él mismo levantó a mediados de los años ochenta.

Dos años después de la llegada de mi hijo, procedente de Cuba, lo becó en el complejo deportivo y para conocer sus habilidades deportivas.

-No será pelotero. Lo único bueno que tiene es un par de buenas piernas. Es rápido, pero impaciente -comentó.

Por cinco años fui como sus ojos, boca y oídos dentro del campamento. No un lambón porque, entre otras razones, ni él ni yo teníamos alma de chismosos. Lo hice en su honor al considerarlo el padre que me pidió meterse dentro de mi piel para cuidar de todo aquello las veinticuatro horas del día. Me dio techo, casa, comida, empleo, ropa y salario sin yo pedirlo. Solo fui a él para buscar patrocinio a uno de mis libros que no se publicó.

En ocasión de la visita de Peter O´Malley a Santo Domingo, me preparó un encuentro con el expresidente de los Dodgers sobre un tema no deportivo.  En otra ocasión, me encomendó preparar una especie de Anuario del Campo Las Palmas. Algo así como una revista. Supe después que aquella edición era como un premio por permanecer a su lado aquellos años cuidando prospectos, el almacén del campamento, dando boches y limpiando bolas para entregarlas listas para el juego del siguiente día.

Ávila era el alma de los Tigres del Licey. Durante su gestión al frente de la Gerencia General, el equipo fue invencible. Lo proveía con los mejores peloteros, muchos de ellos pertenecientes a la organización de los Dodgers, firmados por él.

Cuando por determinadas causas, el resto de las organizaciones del béisbol de los Estados Unidos fijaron sus ojos en los prospectos nacionales, otros rumbos alumbraron al equipo azul, no obstante Ávila continuó apoyando al béisbol dominicano, primero a los Toros del Este, equipo al que llevó al Campeonato Nacional, y después a los llamados “Pollos” del Cibao (hoy Gigantes).

Cuba perdió a un gran hombre. A un súper escucha. El gobierno prorruso se lo regaló, primero a los Estados Unidos y después a la República Dominicana. Y ese regalo dejó tanto aquí como allá, un valor que será muy difícil superar.